Nadie sabe para qué vivimos, pero lo que sí sabemos
a ciencia cierta, es que hemos de morir. La tragedia de nuestra existencia
consiste en que estamos condenados a la incertidumbre de la oscuridad. Desnudos
e impotentes frente a la inmensidad del Universo. Solos nacemos y solos hemos
de enfrentar la muerte. Nuestro cuerpo nos limita a una soledad absoluta. Pero
contamos con algo que nos permite escapar de la prisión del Ser: la Palabra.
Este don que nos otorga la esperanza de establecer, aunque sea por un instante,
contacto con otras almas. Como un rayo de luz que abre un sendero hacia una
promesa de salvación: si podemos comunicarnos, entonces no estamos sentenciados
a la soledad eterna. El problema es que al hombre, en su insaciable ambición de
poder, no le alcanzó con poder comunicarse: quiso más. Quiso abusar de la
palabra, usándola como herramienta para la manipulación. Así el hombre aprendió
a mentir. Y fue creando una maquinaria para aumentar la productividad de la
mentira. Se las ingenió para imprimir papeles que no valen nada, pero cuestan
mucho, para crear un ideal hecho de cartón, siliconas y maquillaje, para
propagar información que nada tiene que ver con la realidad. Toda una industria
del engaño. La mentira fue quitándole vida a la Palabra, hasta dejarla vacía,
convertida en un mundano conjunto de letras y sonidos que no significan nada.
Murió la Palabra. Y su cadáver fue pudriéndose y cubriéndolo todo de lodo. El
mundo fue volviéndose un gran pantano. La grasa de la civilización fue cerrando
los corazones y tapando esa salida que había abierto la Palabra – el hombre,
otra vez, se quedó desesperadamente solo. Teniéndolo todo, se quedó sin nada.
Asqueado de tanta putrefacción. Supongo que es esa necesidad de aire puro la
que impulsó la llegada de cambios, de ideas, de líderes decentes. “Los vientos
que salvarán al mundo vienen del Sur”- me dijo una vez Hugo Chávez, y creo que
tiene toda la razón. Así es que, inexplicablemente, de golpe, surgieron figuras
como Fernando Lugo, que tienen una visión muy clara en este sentido. En la
entrevista que tuvimos hace poco, cuando le pregunté como definiría nuestra
época, me dijo llanamente: “Un período de purificación. Nuestro planeta está
enfermo. Sufre de una crisis de la confianza. Se necesita una purificación de
todas las instituciones, de las personas, para que volvamos a transparentar lo
que deberíamos ser: gente al servicio de los demás para poder convivir en paz.”
Cuando nos despedíamos le dije: “Ojalá tengan mucha suerte y sigan ayudando a
salvar el mundo”. Con una sorprendente firmeza y mirándome a los ojos me dio la
mano y me contestó: “Que no te quepa ninguna duda que así será”. La
purificación está en la honestidad. La curación está en la confianza. La fuerza
está en la verdad. Dios, si estás ahí, permíteme pedirte que tengas piedad de
nosotros y darte las gracias por esta segunda oportunidad.