El niño Chávez

Publicado: 17 Apr 2015   |   Última actualización: 07 May 2015
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Permíteme, querido lector, hacerte una pequeña confesión: el periodismo es un mundo indudablemente apasionante, pero el nivel de interés de esta profesión rara vez concuerda con el nivel de los salarios. En mi caso, para poder contrarrestar esta pequeña deficiencia, durante muchos años me he dedicado a la enseñanza: trabajé de maestra, principalmente en escuelas. Y se ve que con el tiempo, a fuerza de costumbre, sin darme cuenta siquiera, he ido incorporando ciertos elementos de ese rol. Hasta tal punto lo llevo ya dentro mío que, en ocasiones, involuntariamente, dejo que esto se manifieste en mis entrevistas. Me olvido de las cámaras y de que estoy sentada frente a un presidente para sentir, una vez más, que estoy conversando con un alumno. Me di cuenta de esta pequeña trampa de mi subconsciente viendo la grabación con Daniel Ortega. No sé si la has visto y si lo has notado, pero con frecuencia, antes de comenzar a responder, se detiene unos segundos a pensar, hace un gesto afirmativo con la cabeza y dice “mmm, sí”, como si, durante un examen, dijera “me la sé”. Supongo que, inevitablemente, la aplicación involuntaria de mis costumbres de maestra se refleja, por momentos, en la actitud de mis entrevistados. Después de años de escuchar a cientos de niños responder a una misma pregunta, una aprende a ver en los pequeños detalles -en su actitud, en su postura, en sus gestos, en el tono de su voz- si han estudiado o no, si van a decir la verdad o intentaran hacerme creer que saben lo que en realidad desconocen. En la mayor parte de los casos, basta con que un alumno abra la boca para que ya me dé cuenta si sabe o no la respuesta correcta. Y ésta es una capacidad que no puedo evitar utilizar a la hora de hacer una entrevista. Serán ministros, estrellas de cine, incluso presidentes... pero son seres humanos, y, créeme, las expresiones son las mismas. Una vez realizadas las aclaraciones necesarias, volvamos al tema de este artículo: mis impresiones después de haber estado conversando con Hugo Chávez. ¿Qué te parece si intento describirte al niño que vi en esa oportunidad sentado frente a mí? Indudablemente, es uno de esos que se quedarían después de clase, en la hora de castigo. ¿Por qué? Por alguna travesura, por haberse rebelado contra alguna medida que le pareció injusta, por haber saltado a defender a un amigo, tal vez, incluso, aguantando ser culpado de lo que no cometió con tal de no traicionar a un compañero. En otras palabras, uno de esos niños que uno reta disimulando una sonrisa, porque en el fondo le das la razón, entendiendo que fue movido por un deseo de defender la justicia. Eso sí, siempre muy educado, jamás le faltaría el respeto ni a sus compañeros ni a sus adultos. Y si decidí hablar del niño Chávez y no de la figura política, es porque me quedé con la impresión de que a pesar de sus once años de Presidencia, él no ha perdido la humildad de un alumno. Y una incansable sed de conocimientos, una curiosidad ambiciosa que lo empuja continuamente hacia teóricos y prácticos en un valiente intento de alcanzar la Verdad. Creo que es precisamente esa incesante búsqueda lo que le da esa fuerza arrebatadora. “La fuerza está en la verdad ” –se dice en mi país. Toda esa realidad que lleva a sus espaldas le da solidez, peso a su figura. Uno no puede dejar de asociarlo con algo enorme, algo rojo, muy rojo, como el color de la sangre. Un poco por eso decidí vestirme de gris, tenía la sensación de que sería necesario agregarle un poco de superficialidad a su presencia, para equilibrar un poco esa contundencia tan imponente de su persona. El niño Chávez es travieso, tiene un gran sentido del humor y un juvenil espíritu aventurero. Pero esa fuerza lo hace serio. Esa fuerza que, por momentos, parece no pertenecerle y venir desde muy lejos para hablar a través de él. Préstale atención, por ejemplo, cuando cuenta que “él sabría qué decirle al pueblo norteamericano”, al tono de su voz en el momento en que pronuncia “tienen miedo que se pro-pa-gue...”. Esa gravedad le provoca a quien lo escucha una chispa de frío en la espina dorsal: no es la voz de un hombre... Quizás, al mismo tiempo, es esa fuerza lo que le da esa magia contagiosa a su discurso, ese ritmo que hipnotiza... Y es que es indiscutible que es una figura increíblemente carismática. Y él lo sabe perfectamente. ¿Lo usa? ¡Claro que lo usa! Así como una bailarina hace uso de su elasticidad... Es parte de su trabajo, del oficio de ser líder. Bueno, en realidad, a veces también lo usa para divertirse... será que ese niño que, como él mismo dijo “tuvo que madurar antes de tiempo, ponerse viejo para asumir una enorme responsabilidad”, entre tantas obligaciones, tantas acusaciones, tantas declaraciones, tantos golpes de Estado, necesita un momento para expresarse, para jugar. Pero siempre con el sentido de responsabilidad de quien se hace completo cargo de las consecuencias de sus actos. Y con la prudencia de quien comprende y respeta que hay mucho que está más allá del poder del hombre. Esa fuerza está presente todo el tiempo. Se manifiesta en la firmeza con que da la mano, en que mira a los ojos permanentemente cuando habla, en la claridad de su mirada. Tengo que ser honesta, nadie me ha impresionado tanto como Hugo Chávez. Espero alguna vez volver a tener la oportunidad de jugar una partida con ese niño-gigante.


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