Hace unos días tuve el gran honor de conocer a una
de las figuras legendarias del arte: nada más, ni nada menos que a Galina
Vishnévskaya, la gran cantante de ópera. Fue un acontecimiento, un verdadero
acontecimiento, no encuentro otra palabra para definirlo. Y es que con su sola
presencia la atmósfera se llenó de una tensión inusual, el aire de repente se
volvió luminoso, mágico. Si bien es intangible e inexplicable, esa energía es
evidente y es imposible dejar de notarla, su existencia es indiscutible. Hoy,
al recordarlo, me pregunto: ¿Qué es? ¿Qué hace que el espíritu del artista
brille de esa manera? ¿De dónde viene la luz de las estrellas? La piel del
verdadero artista es más fina y le condena a una especial sensibilidad para
todo lo que le rodea. Esto le permite percibir aquello que a otros deja
indiferentes. Le hace sufrir en carne propia toda la carga emocional de su
época. Y, por sobre todas las cosas, le hace particularmente susceptible a la
belleza, a lo auténtico, a lo eterno. Cada primavera, cada canción, cada
lágrima que el artista encuentra en su camino, va dejando un cúmulo de
sensaciones y sentimientos en su corazón. Cada fenómeno, cada suceso, cada
manifestación de la vida en su infinita diversidad, va llenando su alma de
corrientes eléctricas que con una fuerza feroz fluyen, se empujan, se golpean,
se confunden y se fusionan hasta consumirse en la explosión de la expresión.
Creo que precisamente esa necesidad de aliviarse, descargando aunque sea una
bocanada de su acopio de impresiones, esa imperiosidad de transmitir, es la
esencia del artista. Lo que le obliga a brillar. Y digo “obliga” porque quien
resplandece no tiene derecho a elegir: incluso si lo quisiera, no puede apagar
su fulgor. Es paradójico: la luz que generan las estrellas es un don divino y,
al mismo tiempo, un castigo. La gente se siente atraída hacia esta luz porque
la necesita, pero la prefiere a distancia. El espíritu del artista está condenado
a ser adorado y, al mismo tiempo, rechazado por la sociedad. Y, sensible a
todo, cercano a todos, el artista se queda solo, aislado de los demás. Mas su
angustia no es desesperante. Aún en su soledad, aquel que goza de la virtud de
percibir lo eterno, está en permanente conexión con el sublime esplendor del
Universo. ¿Has notado alguna vez, querido lector, que los verdaderos artistas,
al hablar, con frecuencia elevan la mirada hacia el firmamento? ¿Será que, sin
darse cuenta siquiera, se sienten atraídos por ese ámbito al que pertenecen?
¿Será que en los cielos se sienten más cómodos que en una tierra que no siempre
los comprende?