Agua

Publicado: 09 Jul 2015   |   Última actualización: 09 Jul 2015
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Era un día más de ajetreos, tensión y adrenalina en nuestra redacción. Decidimos hacer una pequeña pausa para ir a fumar, y, mientras tanto, hablar de las entrevistas que planeábamos para la próxima semana. Uno de los invitados resultaba ser un viajero que se había pasado la vida, nada más y nada menos, que escalando los picos más altos, haciendo expediciones por los polos, y dándole unas cuantas veces la vuelta al mundo. Hay miles de preguntas que vale la pena hacerle a semejante aventurero, la mayor parte de las cuales tiene carácter superlativo: “¿Cuál es el paisaje que más lo impresionó?”, ¿Cuál es el mayor peligro por el que ha pasado?”, etc., etc. Pero, a la hora de escribirlas, antes que nada, me puse a pensar en él como ser humano y traté de encontrarle un principio a esa ola de imágenes. Me pregunté a mí misma, qué es lo que hace que una persona se pase la vida de un sitio a otro. “Huir”. No necesariamente de la justicia, vaya uno a saber, miedo a las ataduras, cierta inadaptación social, un pasado doloroso… sea lo que sea, alguna razón tenía que haber, ¿cuánto se puede viajar? La situación me pareció aún más extraña cuando llegamos a su casa, si es que se puede llamarla de esa manera, bueno, digamos que “su punto de residencia, para esos cortos períodos que pasa en Moscú”. Imagínense un barco, con anclas y todo, en pleno centro de la ciudad, y en el patio, una pequeña capilla, unipersonal, de unos dos metros cuadrados, pero con todos los atributos necesarios. Por dentro, su casa era muy simple, de madera, supongo que la hizo él mismo. Algo así como uno se imagina una cabaña en un pueblito perdido en las montañas, sin lujos, pero inconfundiblemente hogareña. Cuando nos recibió nos ofreció té, con una dulzura casi maternal. Pero claro, nosotros cargados con las cámaras, las luces, como siempre corriendo, ¿qué té?! Sentí que estábamos completamente desentonados con la atmósfera, incluso su tono de voz era distinto al nuestro, mucho más sereno, más cálido. Creo que podría haberme pasado horas y horas sentada en su pequeño sofá tomando té y escuchándolo, pero no era el momento, había que filmar. Cuando recién empezamos con la entrevista lo noté algo tímido, incluso diría indefenso. Como escondiéndose. Supongo que no está demasiado acostumbrado a la gente. Pero fue tomando confianza a medida que hablaba. En un momento levanto la vista: su mirada era tan pura, tan clara, tan infinitamente bondadosa, que hasta el día de hoy que me enternece recordarla. Y al mismo tiempo, todo su ser emanaba dignidad, valor, integridad. Sin ostentar su valentía de ninguna manera, le era simplemente innata. Recuerdo que me dijo que un verdadero expedicionario jamás se tiraría de un puente o se pondría a probar su masculinidad en una carrera de autos: “yo estoy dispuesto a enfrentar cualquier riesgo que sea necesario, pero jamás pondría mi vida en juego así porque sí, yo valoro cada minuto que tengo la suerte de vivir”. Mientras lo escuchaba fui tachando un par de preguntas que me parecieron demasiado superficiales, indignas de mi interlocutor, e involuntariamente me vino a la mente la palabra “milagro” – ese era un tema a su altura. No me dio ni una respuesta de las que hubiera podido esperar, nada de superlativos ni de record Guiness. No lo hizo adrede, es que simplemente estaba más allá, daba la sensación de que veía cada elemento como una parte inseparable de su contexto, como un todo: infinito, armónico, perfectamente interrelacionado. Hablaba mucho, eligiendo cuidadosamente cada palabra, como quien expresa profundas reflexiones al hablar. Me contó de los compañeros que nunca volvieron de una expedición y su pausa fue solemne. No me pareció que la motivación de sus viajes pudo haber sido el deseo de huir, más bien sinceras ansias de vivir, de descubrir y reivindicar la vida que nos rodea en sus distintas manifestaciones. Cuando terminamos la entrevista me dijo: “perdóname si no logré hablar de aventuras, cuando era más jóven era eso lo que más me interesaba, buscaba nuevas hazañas, pero esa es solo la vanidad de la juventud. Con el tiempo las cosas cambian, uno empieza a buscar algo más". Antes de irnos, sin decirme ni una palabra, me llevó a su capilla y me dio una vela para que pida un deseo. Y volvió a su mundo. Y nosotros al nuestro. Teníamos solo media hora para volver al canal y hacer la próxima entrevista. Fue increíble que a pesar del apuro y de ese cinismo que siempre acompaña a los periodistas, durante todo el camino reinó una atmósfera de bondad. Hablamos de cuán alejados estamos de nosotros mismos, de lo confundidos que estamos en esta supervivencia frenética… No podría definir exactamente qué fue lo que vi en Fiódor. Algo limpio, seguro, imperturbable, plácido, eterno… Cada uno tendrá su palabra para nombrarlo. Y le estoy enormemente agradecida por haberme dado la posibilidad de entrar en contacto con ese algo. Su presencia me hizo ver cuán absurda es nuestra civilizada existencia. Día a día giramos, avanzamos un paso, retrocedemos y volvemos a girar. Inseguros, inciertos, tan cubiertos de máscaras que ya no sabemos quienes somos en realidad o qué queremos. Cuánta falta nos hace un momento de soledad, de no tener detrás de qué escondernos, de desnudarnos de cara al sol. Para vernos así como somos, alzar la vista al cielo y entender que no entendemos nada. Llorarle al mar nuestras miserias, sentir con cada célula de nuestro cuerpo que estamos vivos, y así, concentrarnos en disfrutar del aire que respiramos.


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